Pavel Durov y la paradoja francesa
Durante las elecciones en la República de Moldavia, Pavel Durov, el fundador de Telegram, acusó a las autoridades de Moldavia y Francia de insistir en intervenir, bloquear o limitar el acceso a canales de Telegram que supuestamente se utilizaban para la manipulación, la propaganda o la difusión de información falsa. Ya sea en París, Chisinau o Bruselas, el problema no es Telegram, sino la tentación de los Estados de controlar el espacio digital.

Francia es, como sabemos, la patria de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, el documento que inspiró la democracia moderna en todo el mundo. La misma Francia que se presentó, durante dos siglos, como un bastión de las libertades fundamentales, un espacio donde los derechos personales se anteponían al interés momentáneo del Estado.
Y, sin embargo, en 2024, el mismo Estado se permitió el lujo de ejercer presión política sobre Pavel Durov, el fundador de Telegram, con el argumento de que su plataforma estaba siendo utilizada por usuarios sospechosos para acciones ilegales.
La ironía de la historia es obvia. El Estado que enseñó al mundo lo que significa «libertad, igualdad y fraternidad» descubre de repente que la libertad tiene límites, y esos límites casi siempre coinciden con las áreas donde el control gubernamental se vuelve frágil.
Francia y la tentación de la vigilancia
Entre 2013 y 2015, cuando Telegram estaba tomando forma, Pavel Durov se presentó como un defensor de la privacidad y la libertad de expresión. Su aplicación se convirtió rápidamente en una herramienta esencial para activistas políticos, periodistas independientes y ciudadanos en estados autoritarios. La popularidad de la plataforma creció precisamente porque se negó a ceder ante la presión de los gobiernos que exigían acceso a los datos o conversaciones de los usuarios.
Para Francia, sin embargo, esta independencia se ha convertido en un factor de riesgo. La historia parece repetirse: quienes antes denunciaban la vigilancia como una herramienta de las dictaduras ahora adoptan métodos similares, pero con el pretexto de "defender la democracia".
Esta no es la primera vez que Francia incurre en tales contradicciones. Tras los atentados de 2015, la legislación antiterrorista introdujo mecanismos para una amplia vigilancia en internet, permitiendo a los servicios de inteligencia recopilar datos masivos sin una orden judicial estricta. Posteriormente, los gobiernos franceses han adoptado estrictas regulaciones contra el discurso de odio en línea y han acelerado los procedimientos para la eliminación de contenido considerado peligroso.
«Libertad digital», un concepto con doble moral
El caso Durov revela una paradoja más amplia: la libertad digital se acepta siempre que sirva a los intereses del Estado y sea compatible con el orden político vigente. En cuanto esas mismas herramientas se vuelven incómodas, se las etiqueta rápidamente como "amenazas". El principio de libertad ya no es un derecho garantizado, sino una concesión temporal del gobierno.
Un problema europeo, no sólo francés
Francia no es la única en esta situación. La Unión Europea, mediante la Ley de Servicios Digitales (DSA) y diversas propuestas para la monitorización de contenido cifrado, intenta imponer una supervisión preventiva en las plataformas en línea. Estas medidas se presentan a menudo como "normas de seguridad", pero en esencia exigen que las empresas se conviertan en extensiones del Estado en lo que respecta al control de la información.
La paradoja es que mientras Bruselas y París critican a los regímenes autoritarios por la censura y el control digital, utilizan herramientas similares, sólo que envueltas en lenguaje democrático.
La lección de la historia y la pregunta sobre el futuro
En el siglo XVIII, Francia inspiró al mundo con su valentía al poner los derechos humanos en el centro de la vida política. En el siglo XXI, esa misma Francia parece estar copiando los métodos de control de quienes una vez criticó.
El caso Durov pone de relieve los límites de la libertad digital en las sociedades occidentales. Si la «patria de los derechos humanos» puede aceptar con tanta facilidad la vigilancia generalizada y el condicionamiento de la libertad, ¿qué garantías tienen los ciudadanos comunes?
La respuesta no es sencilla, pero la pregunta sigue en pie: "¿ Estamos dispuestos a defender la libertad incluso cuando resulta incómoda para el Estado? ¿O aceptamos la versión francesa, una libertad condicional, controlada y supervisada, que corre el riesgo de convertirse en una mera ilusión? "
De Pavel Durov
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