Surfeando las olas

Olas de covid, olas de frío, olas de calor… olas y más olas que nos ahogan y no nos dejan sacar la cabeza y respirar.

Surfeando las olas

Enfermedades, guerras, escasez. Hambre, inflación. Fin del mundo, calentamiento global, enfriamiento (también global). Meteoritos, invasión extraterrestre (no caerá esa breva, no vienen ni locos).

Crisis, elijan de qué.

Años así, siempre así, toda la vida. Hasta donde llegan mis recuerdos hemos vivido siempre bajo una amenaza. Un momento cumbre fue el cambio de milenio. Durante años nos fueron metiendo miedo con el apagón que borraría hasta nuestra memoria con el paso al año 2000. ¿Qué ocurrió? Nada.

Luego llegó el ¿atentado? de las Torres Gemelas, y ahí sí, el miedo se hizo carne y se materializó en un cambio sin precedentes en las medidas de seguridad a nivel mundial. Se acabó la libertad de circulación. Desde entonces coger un avión se convirtió en una misión imposible, en la que incluso una botella de agua podría esconder un explosivo letal que estalle en pleno vuelo y convierta el avión en polvo de estrellas. Siempre me pregunté para qué, con qué finalidad.

Control, seguridad a cambio de quitarse hasta el cinturón y ser cacheado por agentes de la autoridad subcontratados para simular que están salvando nuestras vidas con cara de funeral.

Y luego las “pandemias”. Con ellas, y más concretamente con la última, se roza la perfección en cuanto al sometimiento de la población y la restricción de libertades. El pánico que los medios se encargaron de difundir a todas horas, todos los días, provocó una rendición completa de la población ante la autoridad. El Gobierno te cuida. Quédate en casa, ponte la mascarilla, sigue las flechas, respeta la distancia, VACÚNATE.

Pero llega un momento en que tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. O la goma se estiró demasiado. Y la gente empieza a desconfiar. Ya no me voy a poner la cuarta, o la quinta, o la que toque.

Entonces aparece una nueva amenaza: la guerra. Y con ella los augurios de un invierno helador, con altas posibilidades de morir congelados por falta de energía. Putin tiene la culpa, quiere destruir el modelo de vida occidental invadiendo un proyecto de país nacido en 1991 que nunca se desligó de la madre Rusia en gran parte de su territorio. Pero como la finalidad de esta guerra pactada es la redistribución de las fuentes de energía a nivel mundial y resulta no ser tan sencillo como parecía, la situación se enquista. Y la gente pierde el interés, al fin y al cabo hay que levantarse para currar y la calefacción funciona, aunque se lleve medio sueldo. Ya queda menos para la primavera. Para no aflojar la tensión ahora vuelven con el ataque nuclear. Qué harías tú en un ataque preventivo de la URSS, ya nos lo preguntaban Polansky y el Ardor en los 80. Vivimos en el día de la marmota.

Pero no es suficiente, la gente no parece temer demasiado una catástrofe nuclear. Así que hay que crear una nueva amenaza: el cambio climático. Y para cuidar el planeta cabe hasta lo más ridículo: desde comer gusanos hasta volver al troncomóvil. Todo menos ser felices. Y se sacan de la manga un nuevo pasaporte a la libertad llamado huella de carbono, que nadie sabe realmente lo que significa. En el fondo todo es una inmensa chapuza.

Ya no cuela. Porque hemos aprendido a surfear. Ya no nos hunde su miedo, nos hizo fuertes. Porque su poder llega hasta donde nosotros queramos, el miedo es algo interno, nuestro. Sentimos miedo cuando tomamos decisiones equivocadas, no permitamos que nadie tome decisiones por nosotros. Así se acaba el miedo, y de la misma forma acaba su poder. No podemos salir del sistema,pero podemos surfearlo. Sean felices, pierdan el miedo.

Fuente: Alerta Digital